EL SELFIE Y
LA CONDICION POSTFOTOGRAFICA.
Indicio de que vivimos en un mundo donde todo puede y debe ser fotografiado, el selfie es uno de los artefactos culturales más elocuentes de la vida contemporánea.
Indicio de que vivimos en un mundo donde todo puede y debe ser fotografiado, el selfie es uno de los artefactos culturales más elocuentes de la vida contemporánea.
Por: Marco
Bonilla.
© Barbara Kinney para Hillary For America.
A mediados de 2014,
una selfie tomada por la
norteamericana Breanna Mitchell sonriendo, con el campo de concentración nazi
de Auschwitz de fondo, generó una intensa oleada de indignación que recorrió el
espinazo de las redes sociales. Meses después, en noviembre de 2015, tras
algunos días de los atentados en Bataclan y algunos cafés de París, el filósofo
Michel Onfray criticaba la tendencia de algunos transeúntes de tomarse selfies en los lugares de la tragedia. A
lo largo de 2016, Hillary Clinton adelantó su campaña política haciendo de los selfies una poderosa herramienta de
campaña, mostrándose más que dispuesta a posar junto a sus votantes, animándolos
a compartir las instantáneas en las redes sociales. Las cifras muestran que en
muchos estados de la Unión Americana aumentó la participación de los jóvenes en
las elecciones del pasado mes de noviembre, gracias a que se permitieron los selfies en las cabinas de votación.
Los tres casos muestran
que el selfie llegó para quedarse. Al
mismo tiempo un síntoma de nuestros tiempos y evidencia de un nuevo sujeto que
se convierte en fotógrafo de sí mismo, el selfie
es uno de los artefactos culturales más elocuentes de la sociedad contemporánea.
El acto de disparar la cámara fotográfica hacia sí mismo es un giro copernicano
en la historia de la fotografía, en la cual, sujeto y objeto fotográfico se encontraban
drásticamente separados. El selfie, convertido
ya en un género, es la conversión de la imagen propia en objeto fotográfico. Si
antes la cámara y el fotógrafo miraban lo mismo, hoy el ojo se separa del visor,
haciendo que retratista y retratado se superpongan en una sola entidad: ahora
la cámara mira al fotógrafo.
Si bien el autorretrato forma parte de la historia
de la fotografía desde sus mismos orígenes en 1839 –ese año, el pionero del daguerrotipo
Robert Cornelius tomó una fotografía de sí mismo frente al negocio de su
familia en Philadelphia- no fue sino hasta la invención de la cámara compacta,
en la última década del siglo XIX, que el autorretrato ganó popularidad. Sin embargo, el costo de la película y del
revelado y de los mismos dispositivos fotográficos, hacía del selfie cosa de pocos. Es con el
advenimiento de la era digital y la masificación de los teléfonos inteligentes –especialmente con el
lanzamiento en 2010 del iPhone 4 que venía con cámara frontal incluida– que se
convierte en un fenómeno viral. En 2012 la revista Time incluyó el neologismo selfie
entre las 10 palabras más populares del año.
Rápidamente, se ha
convertido en la forma privilegiada de nuestra percepción individual y
colectiva; en una “tecnología del yo”, un mecanismo de subjetivación por el
cual pasa gran parte de lo que pensamos de nosotros mismos y de lo que
proyectamos a los demás. Al mismo tiempo, es un mecanismo de sociabilidad de la
era digital que refleja cambios en las relaciones sociales, políticas y
culturales. Si el retrato antes era visual, en la era de las redes sociales ha
mutado en un fenómeno social.
Si hemos de creer al sociólogo
francés Gilles Lipovetsky para quien la sociedad contemporánea hiperindividualista
reconoce en la figura mitológica de Narciso, el principal símbolo de su
identidad (como en otros momentos de la modernidad lo fueran Prometeo, Edipo,
Fausto o Sísifo), el selfie es el
indicio de una sociedad narcisista compuesta por individuos que se miran a sí
mismos. Indicio de una época en la que se disuelven los lazos y los referentes
colectivos, para tomarnos un selfie
ya no necesitamos de otros, es un acto solipcista en el que la
realidad externa sólo es comprensible a través del yo.
El selfie, como artefacto cultural de la
sociedad digital genera odios y pasiones. El campo se divide -en la clásica
distinción de Umberto Eco-, entre apocalípticos e integrados. Los primeros,
hablan del selfie como un anuncio de
la llegada de una sociedad hiperindividualista, post-humana y superficial,
donde el narcisismo se convierte en patología colectiva que irradia sus efectos
en todas las facetas de la vida. Para los ‘integrados’, por el contrario, el
narcicismo del selfie es la
consolidación de la revolución individualista iniciada en la primera
modernidad, y de su promesa de un ciudadano libre, sin sujeciones colectivas de
ningún tipo.
‘Selfiarse’ se ha convertido
en un acto cotidiano, un hábito que cruza clases, etnias y religiones.
Celebridades, figuras de la política y personas de a pie han hecho que posar
para sí mismo, deje de ser un acto aislado e irrelevante. Es un componente
clave de la que Guy Debord denominó ‘la sociedad del espectáculo’. El selfie pone de manifiesto un cambio fundamental
en la historia de la fotografía, con el que se deprecia su valor documental y testimonial,
se desacredita su capacidad de representación naturalista, y se impone un
modelo autorreferencial en el que la mirada se dirige a sí misma.
Si el selfie
no tiene que ver con lo documental, la memoria o el testimonio, entonces vale
la pena detenernos en el calificativo que recibió la fotografía bien en sus
inicios cuando el médico y fotógrafo aficionado Oliver Wendell Holmes la
bautizó con el remoquete de <<espejo con memoria>>. En los tiempos
que vivimos debemos preguntarnos si no nos encontramos frente a justo lo
contrario, <<espejos sin memoria>>: las cámaras ya no tienen por
función representar el mundo, mucho menos transformarlo, sino simplemente mostrar
una cotidianidad plana e intrascendente. Con ello la fotografía se desritualiza
y deja de reservarse a los momentos solemnes; la posibilidad de fotografiarlo
todo nos empuja cada vez más a la órbita de lo frecuente y ordinario.
El selfie ya no quiere expresar “esto
sucedió”, sino “yo estuve allí”. Tiene que ver más con el momento que con la
esencia. Desplaza la certificación de un hecho por la constatación de nuestra
presencia en ese hecho, por nuestra condición de testigos. Lo importante no es
registrar el acontecimiento, sino comprobar que se estuvo allí. En el autorretrato
fotográfico la voluntad lúdica y autoexploratoria se impone a la memoria.
Estamos lejos del álbum fotográfico familiar. Los selfies ya no son recuerdos para conservar, sino mensajes para enviar
e intercambiar. En la era de lo efímero, las imágenes ya no están hechas para
ser impresas, sino para ser enviadas en un proceso que adopta la forma de una
conversación.
Por ello, a ojos del
teórico catalán Joan Fontcuberta, el selfie
representa la transición al mundo de lo que el denomina ‘postfotografìa’. Es
una realidad caracterizada por una hiperinflación, una saturación de imágenes,
en el que estas sustituyen a la realidad en la forma de simulación y simulacro,
en palabras de Jean Baudrillard. La postfotografìa se caracteriza por el exceso de
imágenes, pero también por el acceso a ellas, aquel que nos permiten la
ubicuidad de las cámaras fotográficas y los circuitos de videovigilancia.
Fontcuberta usa el término “postfotografía” para definir lo que ha
ocurrido después de que la sociabilidad digital del selfie ha superado a la fotografía tradicional. Hoy, la imagen no
es un lugar ajeno, sino el espacio social de lo humano. La era de la postfotografía es aquella en la que la
intimidad, logro por excelencia de la sociedad liberal, se disuelve y la
tensión entre lo privado y lo público desaparece.
Para Fontcuberta “no queremos tanto mostrar el
mundo como señalar nuestro estar en el mundo”, primera condición de la vida
en selfie. Según este autor no se trata de una moda
pasajera sino que esta dimensión ‘sélfica’ de la postfotografìa ha llegado para
quedarse. Constituye la señal más clara de que hemos evolucionado hacia el homo photographicus: el hombre que, con
una cámara siempre en el bolsillo, produce fotografías de sí mismo y consume
las de otros. Más de 100 millones de imágenes en Instagram están catalogadas
con el hashtag #me. La masificación de los smartphones ha hecho del selfie la forma de autoexpresión
privilegiada de la modernidad tardía. El acto de ofrecerse a sí mismo para
consumo público, el hecho de exponernos a cambio de unos likes es tal vez uno de los indicios más contundentes de que el selfie es el autorretrato de la era
digital. Comprenderlo nos ayudará a descubrir mucho del mundo en que vivimos y
de nosotros mismos.
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